Crónica de mis veintitrés. Día 4.

«Queda prohibido no sonreír a los problemas, no luchar por lo que quieres, abandonarlo todo por miedo, no convertir en realidad tus sueños». -No es una cita propia.

Este debería ser en realidad la conclusión del día tres, solo que no. Que me entretuve haciendo todo y nada, al final acabo escribiendo por la una de la madrugada, pero no pasa nada que por algo este blog se llama «Madrugada por las tres», que estoy empezando a notar lo serio que llevo eso de las madrugadas.

Y bueno,en estos días he tenido algunas cosas por mi cabeza. Y me gustaría hablar del miedo. Porque muchas veces lo he sentido. Muy seguido viene a invadir mis sentimientos. Creo que es uno de los sentimientos más difíciles de controlar y de esconder, porque tarde o temprano salen a flote. De pequeña recuerdo que le tenía miedo a muchas cosas.

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Yo solía decir que le tenía miedo a los perros bravos, pero la verdad es que no, le temía al dolor que hubiera sentido de haber sido mordida por alguno (no, ninguno me alcanzó por suerte o porque corren lento, jajaja). También decía que le tenía miedo a las alturas, pero ahora sé que no es así, porque las he vencido y aunque no lo tenga del todo claro, estar en las alturas es de las mejores cosas que me ha pasado en la vida. En realidad, a lo que temía era a lo que hubiera sentido una vez que cayera, esos instantes de caída, de incertidumbre por dolor o por lo que venga; a eso temía.

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Le tenía miedo a la oscuridad, decía… lo que me aterraba era lo que estuviera en la oscuridad y encontrarme vulnerable a ello, sin remedio alguno, en desventaja. Le tenía miedo a las pesadillas, esas que siempre vienen aunque haya pasado tanto tiempo; lo que quería yo decir era que me asustaba que lo que venían en esos malos sueños fueran a convertirse en realidad.

Es muy curioso como con nuestros comentarios a veces no decimos lo que en verdad sentimos. Yo decía que temía por unas cosas, pero a veces el efecto de las cosas mismas es lo que nos hace sentir a la deriva de un océano inmenso en el que no se ve más que el azul del cielo, y su reflejo en el agua.

Ahora, ya no tengo las mismas sensaciones. Puede que hasta eche de menos temer a algo a lo que papá decía «no pasa nada» y con eso me conformaba, me lo creía. Extraño lo que fuera porque ahora, es diferente. Son otras circunstancias. Ahora le tengo miedo al futuro. me dolió alguna vez darme cuenta que los sueños de los 15 años, puede que a los 20 no sean ni rastro lo que pensaba.

Lo que me se me viene a la mente en este instante, es temer por cosas reales, no por monstruos debajo de la cama o por caer y nunca llegar al suelo. Temer por la pérdida de personas valiosas. De pequeños tenemos nuestra lista de personas valiosas, pero a medida que crecemos, esa lista crece o decrece reflejando nuestros actos y los de las personas que nos rodean en ella. ¿Y si perdemos a alguien? Muchos lo hemos vivido, algunos sé que repentinamente o en un proceso más lento, en el que sufren las dos partes, sabiendo que tarde o temprano eso se acaba. Pero, ¿no es peor perder a alguien en vida? Que no está más acompañándote, pero que sabes que donde quiera que esté, se levanta por las mañanas, se cepilla los dientes y sale a un mundo en el que tú no transitas. Debe sentirse feo.

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¿Y si te dieras cuenta que lo que querías ser en un plazo de diez años, no se ha cumplido? ¿Si pudieras ver una fotografía de ti en diez años más y no es nada de lo que creíste? No debe sentirse tan genial, dar un vistazo al pasado y comprobar que las cosas no van como se esperan. Una cosa más, ¿Y si lo que quiero ahora, no es lo que quiera a los 30, o a los 40?

«Papá, enciende la luz, tengo miedo». Yo, 6 años.

«Papá, me da miedo perder a las personas que me importan, y me da miedo no ser quien quiero ser». Yo, 23 años.

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